domingo, 10 de abril de 2016

EL COÑAC, EL AEROPUERTO Y LA SEÑORA PETRA

A veces iba a ver a la señora Petra y, entre sonrisillas cómplices, me hacía confesiones de la vida y me hablaba de aquella Barcelona romántica de antes de la guerra. Nos sentábamos en su viejo sofá y siempre sacaba algún álbum de fotos, con más años que la Piqué, que aún no me había enseñado. Las paredes del saloncito estaban forradas de libros y sabía que los había leído todos, muchos de ellos varias veces. Había pasado la ochentena y tenía la mente clara como el agua de la montaña en primavera. Disfrutaba mis visitas, siempre lo supe, fui, al menos en aquellos tiempos, una especie de nieto para ella, y sé que los disfrutaba porque a mí me pasaba. Es bastante difícil disimular cuando dos personas, a pesar de sus tiempos y mundos diferentes, están en resonancia. Es aquel estar a gusto con alguien, relajado pero mentalmente activo, como si sonara de fondo una canción que te gusta y se repitiera una y otra vez. Explicaba, escuchaba, preguntaba, debatía, exponía y razonaba, y lo hacía con elegancia y afecto, con clase, enseñándome sin esperar nada a cambio. Me hacía un regalo que tantas y tantas veces he agradecido.
Lo que más recuerdo de nuestras charlas es lo del coñac y el aeropuerto. Me explicaba que, mientras se lo había permitido la salud, se servía un copazo de coñac, se acomodaba en el butacón y abría un libro. Decía que, al abrirlo, parecía como si fuera la pista de aterrizaje, o despegue, de un aeropuerto, y que, junto con la relajación del coñac, dejaba su mente tranquila para viajar, para que su imaginación despegará sin permisos de torres de control. Decía también que el coñac hacía de engrasador de los sistemas móviles del avión: timón y alabeo, y se reía como una ratona sabia y juguetona.
Adoraba, amaba la literatura. Profesaba un amor incondicinal, pasional y verdadero al arte de la imaginación escrita. Se emocionaba diciendo que en esa realidad alternativa ella no tenía noventa y dos y yo no tenía treinta y tres, que teníamos la edad que quisiéramos tener y que éramos lo que quisiéramos ser. Éramos piratas surcando el Caribe en una goleta de dos palos, buscando tesoros. Éramos vikingos llegando por primera vez a América. Éramos judíos en el 43, en Auschwitz, o éramos alemanes en ese mismo Auschwitz. Éramos personajes de una distopía ansiando la libertad individual, o de una utopía repudiando el oro y las joyas. Éramos dioses de un Olimpo particular...Éramos libres.
¿Qué fue de la señora Petra? Murió una tarde de otoño. Estaba en su butacón, parecía que dormía plácidamente y una sonrisa satisfecha se mostraba a la eternidad. Tenía sobre su regazo, abierto, un aeropuerto: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, y una copa, copazo, de coñac a medio llenar en la mesita. Sé que esta enorme Doña Quijota consiguió, de alguna rebuscada e ingeniosa manera, burlar, en la misma Barcelona, al Caballero de la Blanca Luna para no tener que dejar nunca de ser una encantadora loca perseguidora de sueños, intangibles para los corrientes, pero extraordinarios para los Sancho Panza...


No te olvido, amiga. Mantengo mi promesa y te mando este abrazo en una botella allá donde quiera que estés.

 

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