A
veces iba a ver a la señora Petra y, entre sonrisillas cómplices,
me hacía confesiones de la vida y me hablaba de aquella Barcelona
romántica de antes de la guerra. Nos sentábamos en su viejo sofá y
siempre sacaba algún álbum de fotos, con más años que la Piqué,
que aún no me había enseñado. Las paredes del saloncito estaban
forradas de libros y sabía que los había leído todos, muchos de
ellos varias veces. Había pasado la ochentena y tenía la mente
clara como el agua de la montaña en primavera. Disfrutaba mis
visitas, siempre lo supe, fui, al menos en aquellos tiempos, una
especie de nieto para ella, y sé que los disfrutaba porque a mí me
pasaba. Es bastante difícil disimular cuando dos personas, a pesar
de sus tiempos y mundos diferentes, están en resonancia. Es aquel
estar a gusto con alguien, relajado pero mentalmente activo, como si
sonara de fondo una canción que te gusta y se repitiera una y otra
vez. Explicaba, escuchaba, preguntaba, debatía, exponía y razonaba,
y lo hacía con elegancia y afecto, con clase, enseñándome sin
esperar nada a cambio. Me hacía un regalo que tantas y tantas veces
he agradecido.
Lo
que más recuerdo de nuestras charlas es lo del coñac y el
aeropuerto. Me explicaba que, mientras se lo había permitido la
salud, se servía un copazo de coñac, se acomodaba en el butacón y
abría un libro. Decía que, al abrirlo, parecía como si fuera la
pista de aterrizaje, o despegue, de un aeropuerto, y que, junto con
la relajación del coñac, dejaba su mente tranquila para viajar,
para que su imaginación despegará sin permisos de torres de
control. Decía también que el coñac hacía de engrasador de los
sistemas móviles del avión: timón y alabeo, y se reía como una
ratona sabia y juguetona.
Adoraba,
amaba la literatura. Profesaba un amor incondicinal, pasional y
verdadero al arte de la imaginación escrita. Se emocionaba diciendo
que en esa realidad alternativa ella no tenía noventa y dos y yo no
tenía treinta y tres, que teníamos la edad que quisiéramos tener y
que éramos lo que quisiéramos ser. Éramos piratas surcando el
Caribe en una goleta de dos palos, buscando tesoros. Éramos vikingos
llegando por primera vez a América. Éramos judíos en el 43, en
Auschwitz, o éramos alemanes en ese mismo Auschwitz. Éramos
personajes de una distopía ansiando la libertad individual, o de una
utopía repudiando el oro y las joyas. Éramos dioses de un Olimpo
particular...Éramos libres.
¿Qué
fue de la señora Petra? Murió una tarde de otoño. Estaba en su
butacón, parecía que dormía plácidamente y una sonrisa satisfecha
se mostraba a la eternidad. Tenía sobre su regazo, abierto, un
aeropuerto: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, y una
copa, copazo, de coñac a medio llenar en la mesita. Sé que esta enorme Doña
Quijota consiguió, de alguna rebuscada e ingeniosa manera, burlar,
en la misma Barcelona, al Caballero de la Blanca Luna para no tener
que dejar nunca de ser una encantadora loca perseguidora de sueños,
intangibles para los corrientes, pero extraordinarios para los Sancho
Panza...
No
te olvido, amiga. Mantengo mi promesa y te mando este abrazo en una
botella allá donde quiera que estés.
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