Hay
tardes en el invierno suave de Barcelona ideales para tomarse una
cerveza. Sobre todo cuando un par de días antes ha llovido y soplado
el viento, porque deja ese ambiente limpio que hasta gusta respirar
o, mejor, inspirar con fuerza.
Estoy
ya un poco bastante hasta los cojones de las putas muletas. Cualquier
paseo corto se convierte en una odisea, pero la imagen en mi cabeza
de una terracita de bar de barrio con una gran amiga, dos cervecitas
fresquitas y el despliegue del arte de saber escucharnos, hace que,
aun refunfuñando para mí mismo y jurando en arameo por el
sobresfuerzo, tenga ganas de llegar aunque sea a golpe de bastón
inglés.
-¡Hola,
loca!
-¡Hola
perraco!
Mua,
mua y abrazote osuno.
-Vaya
tela -me dice poniendo cara de circunstancias.
-Ya,
tía, cosas que pasan. Ces´t la vie. Aunque ya sabes lo que dice
nuestra orden: Si te caes y no te levantas tú solo, acabarás
restregándote en la mierda...¡Con lo mal que huele!
-¡jajaja!
Sí, ¡jodidos votos!
-¿Has
pedido ya?
-No,
te esperaba. Está currando Juan.
Veo
a Juan abriendo una sombrilla.
-¡JUAN,
DOS BIRRAS Y ESPABILANDO, QUE NO TENEMOS TODO EL DÍA! ¡Y EN ESTE
BAR DE MIERDA HUELE A HUMEDAD, LLEGA EL TUFO HASTA AQUÍ FUERA!!
-¡Hombre,
dichosos los ojos! Espera, que me los froto para dar crédito de lo
que ven. ¡Pero si tenemos aquí a Barba Roja pata-palo y la bella
Casiopea!!
-¡Jajajaja!
Y mira, acabamos en un tugurio de mierda. Venga, no te cortes, ese
abrazo, ¡bandido!
Juan
abraza con fuerza.
-¡Vale
ya, coño, que no me voy a liar contigo por fuerte que estrujes, tío
moñas!
-Sigues
siendo un amor. Y tú, loca, juntándote con éste no aprenderás
nada bueno. Pero eso ya lo sabes bien, y, además, con el tiempo que
lleva encerrado me compadezco de ti por cómo te va a poner la
cabeza. Ahora os traigo las birras. Me alegro mucho de veros,
chalaos.
-Oye,
Juan, ábrete un quinto para ti detrás de la barra cuando nos
traigas las birras.
-Venga,
a tu salud.
Al
brindar ella y yo, dirijimos la vista hacia dentro del bar y
levantamos las cervezas. Juan hace lo propio mientras mira, desde la
barra, dos sonrisas amigas y sinceras.
-Bueno,
lobo solitario, hace un día estupendo, tenemos tiempo y ésta es
sólo la primera birra. Además, la madre de Juan ha hecho hoy
tortillón de berenjenas. Va, explícame la historia de esa pierna
rota.
-¿Tortillón
de berejenas de la señora Adelaida? ¡Óle! Eso son palabras
mayores.
-Somos
de barrio, guapo. Lo mejor siempre está en lugares sencillos.
Sonrisa
cómplice...Tantas veces repetida. Más razón que un Santo. Amén,
amiga.
-Pues
la tortilla se dio la vuelta en plenas fiestas navideñas. Iba camino
del trabajo con la moto una tarde de Domingo y había mucha humedad.
Ya sabes cómo se ponen las calles en Barna los días de humedad, que
parece que ha llovido y es sólo el suelo sudando. Iba despacio, pisé
un paso de cebra, de esos que parece que pintan con pintura de espejo
y que habría que encontrar al fiera que se le ocurrió usar ese tipo
de esmalte para señalización de calzadas y colgarlo de los huevos
en alguna farola de autopista para que se hiciera justicia y que
todos lo vieran: ¡Mira, el hijoputa homicida de la pintura de pasos
de cebra y señalizaciones-trampa varias!
-Jajajjaja.
¡Qué salvaje eres!
-Sí,
salvaje, pero a mí no se me ocurre semejante cafrada. No podría
dormir por las noches pensando que mi estupidez va a lesionar, cuando
no matar, a gente sin culpa. El tema es que me rompí la pierna y ahí
empezó el periplo de mi agonía psicológica. Es el infierno, tía.
¡Ni mear de pie puede uno! Y hay gente que te dice: Pues mea
sentado. ¿Mear sentado? ¡Por dios! ¡Mea sentado tú, so omega, que
yo no sé!
-Con
lo abierta que tienes la mente para unas cosas y lo obtuso que eres
para otras...¡Ay Dios! (riéndose a carcajadas)
-Es
mi instinto débil masculino, tía. La esencia de la identidad propia
metaforeándose en un váter.
-Por
supuesto. ¿Qué otra cosa si no?
Juan
nos trae otro par de birras y una tapita de tortilla de berenjenas de
la señora Adelaida, cortada a cuadraditos con unas rebanas de barra
de pa amb tomaquet con aceitito...Virgen extra, que en Casa Juan hay
tanta humildad como calidad. Pobres, pero honraos.
-En
realidad es duro o, más que duro, frustrante. Cuando siempre has
sido autosuficiente e independiente, al menos después de ser niño,
es jodido perder la movilidad. Si eres persona activa, te sientes
como un rottweiler enjaulado en época de celo. Rabias. No sabes qué
hacer. Doce libros me he leído en seis semanas, que hasta me duele
la cabeza a ratos de mezclar personajes e historias, y sabes que me
apasiona leer, pero acabas hastiando todo. Y eso sabiendo que te vas
a recuperar, que es sólo temporal. Una idea te lleva a otra y otra
te lleva a otros pensamientos. A pensamientos como preguntarte: ¿y
los que no se recuperarán pronto o nunca lo harán? ¿Esa gente qué?
Ayer eran “normales”, hoy son tullidos de por vida...Y mañana
puedo ser yo el que no tenga tanta suerte, o tú, o él, puedo caerme
mucho peor, partirme la crisma y acabar sólo pudiendo mover la
cabeza, que, si lo piensas, es más fácil que pueda pasar que que no
suceda nunca.
-¡Joder,
qué buen rollito das cuando quieres, cabrón! Ya sabía yo que todo
no iban a ser risas y proyecciones positivas.
-Las
proyecciones positivas son muy relativas; a veces un rollo y casi
siempre mentira.
-Sí,
justo así, como el tiempo.
-Como
el tiempo, ¡exacto! Yo no sería capaz, ni en mil vidas, de haberlo
comparado mejor, querida amiga.
Risas.
Y la quinta birra por cabeza aterriza en la mesa de manos de Juan,
que nos guiña el ojo, junto a una tapa generosa de morros.
-¿Y
no has hecho uno de tus estudios de campo?
Sonrío
con la cara de cabrón de no poder engañar a quien bien te conoce.
-¡Lo
sabía! Con la libretilla de las notas, ¿no? -carcajada en mi cara-
¡Es que eres un puto psicópata de las teorías! A ver ese estudio
de campo, cuenta, cuenta...
-Bueno,
pues cuando pude apoyar el pie y recuperar cierta, pero limitada,
movilidad decidí aventurarme en el metro. Quería experimentar sobre
todo dos cosas: cómo se comporta la sociedad con un tullido y cuánto
de fácil o difícil es para ese tullido moverse solo por la gran y
civilizada urbe contemporánea.Tanto una como la otra, una mierda
gorda. Me puse la mochila, cogí mis muletillas y, sin prisas,
descendí al inframundo urbano. Tres veces me vi en la situación de
entrar en un vagón lleno y las tres veces fueron “panchitos”,
esos que vienen a robar el trabajo y comportarse como si vivieran en
la selva, los ÚNICOS que me cedieron su asiento. Y no cedérmelo
sólo, sino, además, hacerlo entre mil sonrisas afectivas y casi
agradeciéndome el que estuviera impedido para poderme ayudar
desinteresadamente...¡Qué gente más salvaje!, no como los
autóctonos que no te ven, o no te quieren mirar porque sentadito se
va muy a gustito. En otra estación, un viejo se puso a blasfemar
contra el grupo de personas(personas por llamarlos de alguna manera),
curiosamente todos autóctonos, que esperaban el ascensor que te
lleva del andén al vestíbulo. Les llamaba la atención por no
dejarme pasar primero. Le dije que no se preocupara, que no tenía
prisa. Los dos nos quedamos solos esperando el próximo ascensor y
charlando. Tenía setenta años que no lo parecía, y le asqueaba la
humanidad por comportamientos como aquellos. Me dijo que se se
llamaba Julián y Julián me cayo bien, creo que yo a él también.
Conversaciones de cinco minutos que gracias a la libretilla de notas
me costará olvidar.
-Libretilla
de notas que quitas el pecado del mundo, ¿quién te heredará?
-Cabrona
irónica que te burlas hasta de tu sombra, ¿por qué no se te puede
odiar?
Ojos
en blanco. Pestañeo burlón. Risas...
-¿Y
no hubo experiencia positiva?
-Sí,
una, cuando iba analizando la otra cuestión, la de la movilidad que
ofrecen las infraestructuras suburbanas barcelonesas. Tenía que
hacer el transbordo de Maragall, de la línea azul a la amarilla.
¡Vaya mierda de transbordo! Una estación que para empezar parece de
la Segunda Guerra Mundial en el 45 en Berlín, oscura, llena de
escaleras, hasta para superar una viga gorda, porque se ve, hay
cuatro escalones que bajan y, cinco metros después, cuatro que
suben. Una aberración para la movilidad fruto de algún ingeniero o
arquitecto o lo que sea el lerdo que diseña ese tipo de parches
cutres. A medio transbordo habían dos jipis barbudos tocando Sultans
of swing de Dire Straits. Al verme llegar muleteando con paso lento,
acelereraron el ritmo. Al llegar les eché una moneda y nos
sonreímos, sin intercambiar palabra, pero entendiéndonos. Mientras
me alejaba, ajustaron la canción a mi ritmo. Fue guay, tía, me
moló.
-Sé
que te moló. Y sé que te moló más que si te hubiera tocado la
lotería.
-¿Para
qué queremos elementos como nosotros que nos toque la lotería,
loca?
-¿Para
sufrir la desgracia de dejar de saber ser?
-Jejejej.
Sí, justo para eso. Lo dicho: no se te puede odiar aunque uno
quiera.
-Es
que soy un amor y lo sabes -me saca la lengua. ¿Un pulpo a la
gallega?
-Venga,
¡dale!
El
pulpo llega con una botellita de turbio gentileza de la señora
Adelaida. Dice que el pulpo o se riega bien o no se come. La tarde
cae y la señora Adelaida y Juan ya se van para casa. El sobrino de
Juan es quien se queda en el bar las últimas horas y cierra.
Conseguimos que Juan se quede un rato con nosotros y el turbio ,y que
la señora Adelaida haga un brindis a cuatro antes de recogerse.
-Bueno,
¿y de qué habáis, tunantes? -pregunta Juan.
-¿Hablamos?
Yo sólo como, bebo y escucho. ¿Es que no lo conoces? Sólo habla
él.
Juan
se ríe, me mira y le dice:
-¿Es
que no lo conoces tú? Es cansino por naturaleza.
-¡Perros
judíos! El día que os estéis ahogando, os pisaré la cabeza.
-¡Claro,
claro! El día que nos estemos ahogando, si estás a un kilómetro,
harás el record mundial sólo por salvarnos, ¡chulito de mierda! Y
lo sabes. (qué jodidamente encantadora es cuando se pone vacilona)
-Es
verdad, para qué nos vamos a engañar. Pero tú no te lo creas mucho
por si acaso, bonita de cara. Que a lo mejor se me queda la pierna
tullida y con toda la buena voluntad nos ahogamos los tres.
Me
vuelve a sacar la lengua pero sus ojos la delatan. Es imposible, en
esta vida y en otras mil, poder ni siquiera disimular ese cariño de
fragua que nos tenemos.
-Bueno,
¿que de qué hablabais? -repite Juan.
-De
la condición humana.
Ella
suelta otra carcajada.
-Ya
te digo que parece que no lo conozcas. El expone su particularmente
enferma visión del mundo y tiempo que nos ha tocado vivir y los
demás lo escuchamos y nos reímos.
-¡Qué
perra mala y sarnosa eres!
Juan
se ríe:
Al
menos habré llegado a tiempo para la conclusión o reflexión, ¿no?
-Sí,
a eso sí. Creo que el master and commander estaba a punto de
hacerla. ¡Ah! Y dile a tu madre que este pulpo está de muerte.
-Es
una crack la abuela, ¿eh?
-¡Muuuuy
crack! Santa señora Adelaida que conoce las recetas de los manjares
del mundo...
-Master
and commander no, perdona, verbo bonito, pero corsario sin patente de
corso me pega más.
-Sin
patente de corso, pero con pata de palo -dice Juan.
-Venga,
va, termina la historia quebrada, no me dejes como a tus amigas, a
medias.
-¿Mis
amigas?, ¿a medias, guapa?...
-¡Venga,
va, no le repliques, picajoso de los cojones! Concluye. -sentencia
Juan.
-Bueno,
la reflexión/conclusión de la experiencia está en el gimnasio de
los tullidos. El gimnasio de los tullidos es como llamo al gimnasio
de recuperación de la mutua. Una sala parecida a un gimnasio
convencional, pero lleno de máquinas más dignas de frankesteins que
de personas, y en vez de deportistas hay tullidos. Algunos intentan
recuperar la normalidad y otros, construirse una nueva. El otro día
vi entrar a un chico, más o menos de mi edad, en silla de ruedas. Le
habían amputado una pierna a la altura de la rodilla por un
accidente de moto. No se le veía ni una pizca de amargamiento.
Entrenaba con intensidad y se movía con soltura. No pedía nada a
nadie y se veía en su cara, en todo él, que su vida no había
terminado, que sólo había cambiado, ni a mejor ni a peor, a otra
cosa, a algo diferente. Me lo quedé mirando entrenar...Y qué gusto
dar ver a alguien que no se rinde, que no entiende esa palabra. Sabes
que seguirías a ese tío sin una pierna, sin dos o aunque le
hubieran amputado todas las extremidades. La fuerza de voluntad y de
convicción no necesita brazos ni piernas, necesita ganas, sólo eso.
Y sabes que a una persona como ésa, a un portento bestial de la
naturaleza como ése, lo seguirías a cualquier sitio porque a
cualquier sitio que te llevara sería bueno. Sientes el respeto y la
admiración por alguien de una manera tan intensa y sincera que al
principio hasta duele, pero mola. En el fondo llena el alma. Es, de
alguna manera, una cura de humildad. Te das cuenta de lo mucho que
tú, mucho más que él, necesitas a otros para cosas normales como
hacerte algo de comer y poder llevarlo a una mesa. Agradeces hasta
que te abran una puerta, y no todo el mundo lo hace...No todo el
mundo lo hacemos cuando estamos bien, que parece que se nos vuelve
invisible todo lo que nos rodea y no nos interesa si requiere el más
mínimo esfuerzo, y no digamos empatía. Tomas conciencia, quieras o
no, de lo mucho que tenemos cuando estamos bien de salud, cuando
tenemos simplemente lo normal, lo habitual, lo que nos viene de
serie. Y que con sólo eso, con lo básico, puedes llegar a ser todo
lo que quieras o se te ocurra. Sólo hace falta lo que tiene el tío
del gimnasio de los tullidos, ganas.
La
noche cae en nuestro querido barrio barcelonés, refugio de la orden
del haz lo que te salga de los huevos sin molestar a los demás. Nos
despedimos de Juan y ella y yo caminamos juntos un par de calles,
hasta el merdado. En la esquina nos separamos y otro abrazo osuno
llena la calle.
Dos
calles más me faltan para llegar a casa, a paso muletero diez
minutos. Son las once y mientras camino concentrado
mirando al suelo para ver por dónde piso, voy pensando que en un par de semanas ya no
necesitaré muletas, pero estoy seguro de que nunca podré dejar de
necesitar verme a mí mismo en los demás, por duro que sea, y compartirlo con los míos,
con los que creo que me comprenden de alguna manera. ¿Cómo si no
se puede intentar entender el mundo que te rodea?